Hay un lugar a donde ir, que huele a pino y a arena mojada. Donde la brisa sopla fresca, húmeda y nueva y el agua brilla como en un río de papel Albal. Hay un lugar al que acudir cuando todo se tuerce. Cuando el enjambre que es el cerebro se turba y el ruido ya no te deja oír, cuando se gira el corazón.
Existe un lugar en el que nada azuzará al alma. Así que, a veces, voy hacia allí, o cierro los ojos y me imagino, en paz, recostándome sobre el tronco fino y blanco de un chopo que se inclina, reverente, ante el majestuoso pasar del arroyo frío y cristalino. Me gusta pasear por sus senderos, recorrer sus verdes entrañas y llenarme del aliento fresco del castaño, del murmullo suave de sus hojas. Del somnífero gorgoteo del afluente.
Siempre hay un sitio a donde ir, en el que el hombre es feliz, porque es su sitio. ¿O es acaso el gris-negro-gris de la ciudad el lugar para el hombre? Canjeamos la piedra en la vereda por la placa de acero de la acera, en busca de una felicidad nunca colmada.
Pero cuando el mundo se descubre ante ti tan sucio, tan fiero. Cuando, despojado de su disfraz, te embiste con alguna de sus mil formas. Entonces, hay un lugar al que ir: aquel del que nunca debimos haber salido.
Al que vuelvo cada vez que, lleno de ira o de tristeza, de preocupación, de angustia o de miedo, necesito un refugio.
Acercaos siempre que podáis. Acercaos, siempre, cuando las sombras ya no os dejen ver con claridad. Solo hay que cerrar los ojos e imaginarse, mejor recordarse, cruzando el riachuelo pedregoso, bebiendo de la fuente blanca, sonora. Respirando el aire que perdimos cuando decidimos vender nuestra alma al progreso.