Cruzó con él la mirada y se giró, sobresaltado. Permaneció quieto, observándolo mientras caminaba a paso lento, como quien anda sin ganas, o quizás sin fuerzas. Miró su pelo, frondoso y oscuro y blanco. Su espalda ancha, su chaleco rojo.
Sorprendido de sí mismo, empezó a seguirlo. Escudriñó el detalle de cada gesto de sus manos, de cada una de sus débiles pisadas. Lo examinó moviéndose, apretando los ojos para asegurar certezas, y empezó a andar más rápido, acercándose más cada vez, con cada vez más miedo. Excitado, su corazón traqueteaba como un vagón torcido, bombeando mil litros de sangre que se apelotonaban en su garganta dejándolo sin respiración. Al fin, justo antes de que lo asfixiara, expulsó el grito:
– ¡Papá!
Y Papá se giró. Y no era Papá.
A casa se llevó una sonrisa quebrada y una lágrima contenida.
– No seas necio -se dijo-. Los muertos ya no vuelven.