Pasó mucho tiempo hasta que tuve la certeza de haberte perdido sin remedio. Porque cuando la muerte pasa su afilada guadaña por alguno de tus miembros, tan solo queda un hueco, sombrío y fantasma. Vacío, insensible.
Luego vienen los días y los meses. Y el hueco ya es tangible y doloroso: herida abierta, carne muerta. Entonces te preguntas qué es la vida, sino muerte. Si es tan solo la antesala de un entierro. Si injusta y desagradecida. Si es tan triste. Si es tan fría. Como el último beso a tu padre muerto.
O si importa acaso lo que hagas, cómo vivas, si al final viene, implacable, a matarte, importándole bien poco si fuiste un hombre malo o uno bueno.
Así pasa el tiempo hasta que el hueco, antes sombrío, se rellena con recuerdos y nostálgicas sonrisas. Y a golpe de lágrima cauterizas las heridas y aprendes que la vida es solo eso: la antesala de una muerte siempre justa y merecida, irremediable, permanente, siempre viva. Como el recuerdo del último beso a tu padre muerto.
Y entiendes que es tan solo la última sentencia tras el largo juicio de la vida. Que solo entonces, cuando sepas cuántos te echan de menos, cuántos se sonríen aún al recordarte, recibirás lo que mereces.