Hay quien piensa que soy una especie de piedra sin sentimientos. No les quito la razón, porque a veces puedo parecerlo. En ocasiones acumulo tal sangre fría que se me hiela el cuerpo; en otras, simplemente lo aparento cuando la situación lo requiere. Pero vamos, que no soy una piedra, conste: es sólo que yo digo lo que todo el mundo hace. Vivo prácticamente como cualquiera: me importa lo mío aunque me interesen muchas cosas y no me siento culpable por ser egoísta. Cierto es que, en el fondo, late siempre una intención, nunca satisfecha del todo, de solidaridad y ayuda a los demás. Pero, como en la canción, está en el aire aunque se vive mejor en el sofá. Así es la vida.
Confieso, sin embargo, que cada noche de Reyes me cuesta trabajo echarme a dormir, y que el 6 de enero madrugo y me acerco nervioso al salón para buscar mis regalos. Hoy, por ejemplo, me he despertado de la siesta tarareando Con un poco de azúcar, de Mary Poppins, y recordando navidades pasadas, como cuando vi Regreso al futuro por primera vez (desde entonces irán como unas cuarenta), creo que en el Palacio del Cine, con mi hermana y mi primo; o cuando se montaban unas juergas familiares de campeonato en mi casa (una pena que un servidor fuera tan niño) y mi padre, guitarra en alto, tocaba –aporreaba, sería el verbo- algún fandango para que se arrancara mi tío Juan, que tampoco era Toronjo, precisamente. Me he despertado con ganas de agradar, de pasear y ver gente, de hablar con viejos amigos o incluso de echar una mano donde haga falta. Con espíritu navideño, vamos.
Tardes como la de hoy, incluso días enteros, los vivo a menudo en navidades. A pesar del egoísmo innato de la especie humana, a pesar del dinero y la crisis, del despilfarro y la pobreza, del paro, de la violencia, a pesar de la enfermedad, a pesar de los que ya no están, a pesar de la ñoñería y la enorme tristeza que acompañan siempre estas fechas… A pesar de todo, sigo viendo en la Navidad una puerta abierta a la esperanza, un periodo, pequeño e intenso, en el que la gente se torna más humana (o menos humana, quizás) y es capaz de hacer cosas extraordinarias, como aquella tregua en el frente occidental en 1914, cuando en plena refriega mundial los soldados aliados y los del imperio alemán decidieron tomarse un respiro a golpe de villancico. Paz por un día en una guerra que mató a más 8 millones de personas.
Merece la pena hacer el esfuerzo de ser mejor en Navidad, y aunque sería mucho más bonito que el ‘espíritu navideño’ durara para siempre, no es menos cierto que un día bueno es mejor que ninguno, o que uno malo.
Así que, mientras haya un arbolito y un belén en mi casa, conservaré la certeza de que aún no soy una piedra. Amén.