Las tropas de Perico el Grande desembarcaron en la orilla del territorio petronilo. El ruido ensordecedor estremecía el corazón de los guerreros del Hotel París. Había miedo en sus miradas, que se cruzaban temblorosas, y no era para menos. Corría una soleada y fría mañana cuando la Plaza de las Monjas era estratégicamente rodeada por los ejércitos de Perico. Estruendo. Cornetas. Tambores de guerra. Así, demostrando poderío, enseñó sus cartas a Petronila, en su propia casa, colocándole en el pórtico un caballo de troya con dientes afilados, bandera desplegada y un flamante dedo índice que señalaba al mar. La guerra había empezado.
Colón ha sido el tema estrella de la semana en Huelva. Si era o no menester tener otro Colón, si la plaza era el sitio idóneo, si mejor aquí o mejor allí, si así o asá. No es mi idea pronunciarme sobre la estatua (para mí, será un monumento cuando se gane el puesto) del almirante, más que nada porque aún no la he visto en vivo y porque tampoco es algo que me apasione, aunque reconozco cierta curiosidad por saber qué tal ha quedado. Por ahora mi ehtatua’colón es la de toda la vida, la de la Punta del Sebo, que para eso tiene su pasodoble y todo. Sea como sea, el debate está en las calles, en los bares, en las casas, en los medios y en las redes sociales (o sea, en todas partes) y no pretendo ahondar en el tema del hecho de la estatua, sino en su moraleja. La inauguración de ayer fue toda una declaración de intenciones del alcalde. Perico ha demostrado su fuerza en las narices de Petronila Guerrero, una fuerza sustentada en el pueblo y su particular forma de entender el ‘onubensismo’ como un mejunje rancio de tradiciones, fiestas, pasodoble y Recre, muy válido para muchos ciudadanos, indiferente para unos pocos y vomitivo para otros. Insuficiente para mí.
He dicho alguna vez que el alcalde lo hizo bien en su momento al acometer, antes que cualquier cosa, una especie de cura de la amnesia huelvana para con sus cosas. Centrados en lo feos que somos, lo malos que somos y lo tontos que somos, los onubenses nos habíamos olvidado de disfrutar de nosotros y de nuestra ciudad. Perico lo consiguió, aprovechando un relevo generacional que se producía coincidiendo con su llegada al sillón municipal y que al fin sacaba a nuevos onubenses a la calle mientras decían “ahí os quedáis” a sus padres, mayoritariamente emigrantes procedentes de pueblos de la provincia que habían llegado a la ciudad por hambre y obligación. Ya no había necesidad de irse al pueblo cada domingo. De aquello me di cuenta, precisamente, un día de San Sebastián en el que no tuve a dónde ir a comer porque no cabía un alfiler. Era un pan y circo necesario cuando se trataba de
animar a un pueblo deprimido.
Sin embargo, Pedro Rodríguez ha continuado ofreciendo lo mismo una y otra vez. Más de lo mismo, hasta la extenuación, sin caer en la cuenta de que el mundo cambia, y la gente y sus necesidades cambian con él. Huelva ha cambiado y el alcalde no se ha enterado aún. Perico sigue dándome mortadela, pero ya quiero jamón porque estoy harto de mortadela. Y además no la necesito. Hoy, los onubenses no necesitan fiestas y estatuas. Huelva pide algo más: calidad de vida, alternativas culturales, innovación, debate, ciudad. Huelva tiene que dejar de parecer un pueblo grande.