Un aire rancio y pestilente me recibe. Nada más acceder por la puerta acristalada comienza a percibirse, y el olor se va haciendo insoportable a cada minuto que pasa. Posiblemente esté ya atacando todo mi cuerpo, por dentro, sin que se note demasiado. Está acabando conmigo. Mi banco es tóxico. Lo ha sido siempre, pero ahora huele a podrido. El tuyo también lo es, ten mucho cuidado.
Su humor, verdoso y gris, nos contaminó a todos cuando infectaron los bolsillos, los mercados y las divisas con sus hipotecas basura y con sus mentiras. Nos convencieron de que podíamos comprar casas, o de que podíamos construirlas, y venderlas y alquilarlas. Llegaron a darnoslo todo. “Compra también el coche. Compra tus muebles. Paga la boda. Te ayudaremos. No te preocupes, que tú puedes: ¿no ves acaso que todo va bien? ¿Que nunca te pasará nada?”. Con malas artes, tomaron nuestro dinero y secuestraron nuestro futuro. Lo mezclaron todo, sin pudor ni precaución: nuestros euros, nuestras casas, nuestras vidas y nuestros sueños, y lo mancharon todo con su cóctel tóxico. Se contaminaron. Nos contaminaron y lo destruyeron todo.
Los gobiernos y los estados gastaron fortunas en limpiarlos, olvidándose del resto del mundo, que poco a poco se envenenaba con el aire tóxico. Las grandes agencias de calificación, aquellas que aplaudieron la sucia mezcla bancaria, ensuciaban ahora a los parlamentos soberanos con sus putrefactos ratings, sometiéndolos a sus dictados. Bajo su yugo, beneficiaron a los fuertes pisoteando a los débiles. Nos apretaron el cuello para que ellos respiraran, sin caer en la cuenta de que el único aire sano que quedaba era el nuestro.
Y así me encuentro ahora, así nos encontramos, en un mundo irrespirable y tóxico, que mata la esperanza pero alienta la indignación. Mi banco es tóxico y quiero gritarlo. Y quiero que si un día el veneno que me inocularon termina dejándome sin trabajo y sin ingresos no sean ellos quienes se queden con mi casa ni que hipotequen mi vida. Quiero que mi gobierno alce la mano y, dirigiéndose a ellos, señalándolos con su dedo índice, les diga: “vosotros pagaréis, porque nos habéis arruinado. No ellos, que son niños y hombres. No ellos, que son jóvenes, mujeres y abuelas. No ellos, que son personas, como nosotros. Pagaréis vosotros, que no sois nada más que números en una pantalla reflejada en el parqué. Vosotros, que no tenéis que pedir limosnas ni dejar vuestras casas ni llorar porque no tenéis con qué comer. Vosotros lo pagaréis”.
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