Cierra los bares cada noche. Y luego camina por las calles, frías, sin frío, y se acuartela en su cápsula de cartón. Emilio es uno de ellos, un invisible. Sin nada que perder, porque no tiene nada. Tuvo su dignidad, pero la perdió en un rincón de un cajero automático, donde antes sacaba billetes despreocupadamente, feliz, optimista. Confiado.
Al principio no le preocupó demasiado perder su empleo. Conservaba intacta su felicidad. Eso fue antes de entregar su casa y quedarse con lo puesto mientras esposa e hijos lloraban y gritaban y pedían el divorcio. Fue todo tan rápido que aún no sabe cómo acabó durmiendo bajo cartones. Y aunque el alcohol le vence cada noche, cada mañana vuelve a llorar cuando se descubre en su nueva realidad, sollozando mientras rebusca en los bolsillos una moneda que intercambiar por un litro de vino.
Ana conserva aún las fuerzas y la sonrisa necesaria para encarar su cercana muerte. Ya no lleva pañuelo. No le importa que la miren. Se ve guapa con su reluciente cabeza desnuda. A pesar de todo: de los vómitos, del malestar permanente, del dolor, de la certeza del fin, sigue siendo la misma, Ana-la-simpática, hasta que la oscuridad de la noche, su silencio y esa sensación de soledad eterna, la arrastra día tras día hacia el hueco amarillento de la almohada que, empapada, le sirve de pequeño consuelo.
Ana pasea sonriente por las calles con la única preocupación de que las noches que le queden serán igual de amargas.
Adrián es tímido, callado y estudioso. Además es feo y gordo, dos motivos más que suficientes para convertirse en el hazmerreír de sus compañeros. De pequeño era feliz jugando solo a la consola. No necesitaba a nadie y las horas de colegio-pesadilla pasaban rápidamente, de modo que no hacía mucho caso a aquello. Con 15 años ya es otra cosa. Su necesidad vital de hacer amigos, de formar parte de una comunidad, le invita constantemente a entablar conversaciones banales con sus compañeros, y constantemente es despreciado. Porque una cosa es que se rían de ti y otra muy distinta es parecerles invisible o convertirte en un niño-piñata.
El tortazo en el cuello es molesto; la patada, dolorosa. La saliba es humillante. Y esta es su interacción diaria con los compañeros. De nada le sirve ser brillante y chistoso, ingenioso e inteligente, si no tiene a nadie que quiera escucharlo. Ya que no puede ser guapo, le gustaría al menos estar delgado. Sabe que así tendría el beneplácito de cierta parte de su particular público. Lo malo es que lleva un año intentándolo y no pierde un gramo. Lo malo, se lamenta mientras vuelve a casa, corriendo y contando baldosas, es que el domingo sólo querrá llorar. Tales serán los cinco días de tormenta que se le avecinan.
Aquel dolor no se pasa. Sigue estando aunque no haya qué doler.
La mancha negra no paraba de crecer, de forma directamente proporcional al extraño olor que desprendía, y terminó desapareciendo a golpe de cuchillo y sierra. Que te amputen una pierna no es tan malo cuando no te pasa a ti, piensa Don Pedro mientras trata de manejar su nueva y flamante silla de ruedas motorizada. Antes había tenido un flamante Mercedes.
Don Pedro es Don porque fue banquero. Jubilación recién estrenada, vida resuelta. Hasta que se quedó sin pierna, y con su extremidad se fueron sus ganas de vivir. “No es tan malo cuando no te pasa a ti”. No se acostumbró a la ortopedia, no fue nunca capaz de sostenerse en pie a pesar de mil intentos, mil decepciones, mil caídas. De modo que recurrió a la silla que, empujada siempre por su esposa, lo lleva de lado a lado de la casa o lo saca a la calle a pasear, a ver el ambiente, aunque nunca ve más que el suelo.
Estado habitual: cabizbajo. No es nada raro, porque Don Pedro había sido un hombre duro, de esos que imponen y dan respeto. Poderoso, autosuficiente. Ahora usa pañal, su mujer le limpia el culito como a un bebé, no puede levantarse sin ayuda, no puede andar. No quiere vivir.
La vida es una aventura. Efímera para la mayoría. Eterna para el resto. Ellos son los invisibles. Gente que pasa a tu lado, que miras y no ves. Gente que sufre, que siente cosas que tú nunca sentirás. No salen en los telediarios ni en los periódicos. No son noticia porque son demasiado normales. Sólo son personas. Miles. Decenas a tu lado. Te cruzas con ellas por la calle, las miras y caes en su cuenta durante una fracción de segundo. Sabes, durante una fracción de segundo, que sus vidas son demasiado difíciles, y te dan lástima, y en una fracción de segundo ya las has olvidado.
Personas.