El barro, licuado, iba enrojeciéndose poco a poco. Ríos de dolor rojo se extendían, alrededor de la plaza, hasta la ciénaga, negra de tristeza y podredumbre. Llovía a mares aquella noche, como ocurre todas las malas noches.
Antes de aquello, el bramido metálico, bum-plac, de los fusiles rompía el silencio cómplice de una noche en la que aún retumbaba el griterío de la esposa o de la madre y el llanto impotente de quien se sabe muerto. De quien espera ante el pelotón pidiendo clemencia o alzando, orgulloso, un brazo, o el otro.
Los brazos son importantes cuando hay guerra. Pueden marcar la diferencia entre seguir vivo o seguir muerto. También las canciones. Pero así es la guerra: odio y envidia, algunas ideas y muy pocas luces.
Tú levanta tu brazo con mirada altiva, y canta cara al sol, o a su izquierda, si temes que te ciegue. Sonríe y grita una consigna, la que quieras, y luego lame tu sangre cuando caiga a borbotones de esa bocaza. Mientras lo haces, al de enfrente le brillarán los ojos tras sentir el placer de la venganza, tan dulce, tan adictiva… Mañana querrá más. Y buscará a tu familia o a tus amigos: Vidas enteras destruidas porque a un padre o a un hijo no le salió de los huevos levantar el otro brazo.
Multiplícalo por miles y entenderás una guerra. Ideología, dicen, pero es solo envidia y estupidez.
No hay lluvia capaz de limpiar el corazón del hombre. Ni siquiera la de aquella noche, por muy fuerte que cayera, por mucha sangre que arrastrara hacia el fondo de la tierra, por mucha carne muerta que empapara.
Míralos. Diluvios enteros han caído desde entonces y aún siguen odiándose. Busca a un salvapatrias, reparte un puñado de fusiles a unos cuantos imbéciles (los hay a montones) y ahí los tendrás, de nuevo, dispuestos a matarse. Mientras, los demás observaremos boquiabiertos hasta que, un día, uno de ellos nos apunte en la sien para pedirnos opinión, y tengamos que decidir qué brazo vamos a levantar.