Aquí me tienes: brindando acero al frente y a retaguardia. Sin más escudo que el pecho. Sin más fuerzas que las propias.
Aquí me tenéis: con aliento para atender el envite, igual que con aquellos que pasaron. Igual, con los que vendrán.
No gané siempre, vive Dios. Quizás debiera decir que nunca gané la guerra. Es el sabor redulce de la batalla ofrecida, por pequeña que ésta sea, lo que sostiene mi espada. Mi victoria no es la lucha: lo es la causa.
El triunfo de la insolencia. La rebeldía casera de enfrentarte a quien te pisa y no agacharte en su presencia.
Si el corazón os deja, permaneced durmiendo la vida dulce del que cierra los ojos o el que asiente. Y, si no, venid conmigo y luchad. Insurrectos. Insaciables. Nuestra arma es la justicia. Nuestra guerra es el motín contra quienes se aprovechan, contra quien te pisotea: por más débil o más pobre. Por más torpe. Símplemente, porque puede.
Agarraos a mí y construyamos la humana muralla más dura. Impermeable al desánimo, al soborno o al chantaje. Irrompible. Infranqueable.
Acompañadme y veréis. Puede que no ganéis nada, y no cambiaréis el mundo. Os dirán: “¡irresponsables!”, “¡inocentes!”. Os acusarán de necios. Os marcarán, por ser corriente que altera su fijo rumbo. Por manchar su implacable estela.
Seréis tontos e ilusos, sí.
Pero estaréis orgullosos de haber dado la tabarra.