Fue un atardecer rojo en Somiedo. La localidad, situada en el extraño y montañoso límite que separa León y Asturias, acogía un pequeño puesto sanitario del bando nacional. Terminaba el mes de octubre de 1936, y aunque habían bastado unos días para que las fuerzas del general Franco tomaran el control de la provincia de León, la frontera entre las bandos se desdibujaba a golpe de refriega. La Guerra prácticamente acababa de comenzar. Pilar, Olga y Octavia se habían ofrecido voluntarias para trabajar como enfermeras. Astorganas las tres, se formaron en la congregación de las Hermanas de María y fueron enviadas a Somiedo para atender a enfermos y heridos en el frente. Aquel día, un 27 de octubre, las milicias locales de la UGT, dirigidas por Genaro Arias El Pata, inician una pequeña ofensiva en los puestos franquistas más avanzados, entre ellos el ‘hospital’ de Somiedo. Fue un ataque rápido y eficaz. Una veintena de soldados nacionales se batieron en retirada, pero ni las tres enfermeras ni el médico del puesto quisieron dejar solos a sus 14 pacientes. Ni ellos ni el doctor permanecieron vivos durante mucho tiempo. Tampoco Pilar, Olga y Octavia, pero, antes de morir, ellas fueron apresadas, violadas, vejadas y finalmente ejecutadas a manos de unas voluntariosas milicianas. Cuentan que los fuertes chirridos del eje de un carro de labranza sirvieron para tapar los gritos de dolor y desesperación de las tres mujeres.
El monasterio de Valdediós cumplía las veces de hospital psiquiátrico, a cargo de los voluntarios del Socorro Rojo. Situado cerca de Villaviciosa, en Asturias, la Guerra transcurría sin prestarle demasiada atención, hasta que un 22 de octubre el IV Batallón de Montaña Arapiles nº 7, entonces perteneciente a la VI Brigada de Navarra, bando franquista, decide alojarse allí. Cinco días después, en la noche del 26 al 27 de octubre, justo un año después del asesinato de Pilar, Olga y Octavia unos pocos kilómetros al sur, los soldados franquistas decidieron organizar una fiesta con baile en el monasterio, a la que obligaron a asistir a todas las enfermeras. Ellas mismas prepararon la comida. También cavaron la fosa en la que terminaron después de una larga noche de abusos sexuales y golpes. Se dice que, a merced del alcohol, los soldados ni siquiera supieron enterrarlas dignamente, y se dejaron brazos y piernas asomados entre la tierra.
El Tajo, el Guadalquivir o el Duero cruzan España, prácticamente, de este a oeste. Pero el odio la ha atravesado de norte a sur a lo largo de toda su Historia. El odio, la envidia y la incultura, peligroso cocktail, propiciaron la sangría de la Guerra Civil después de que el país se partiera en dos. Los casos de Somiedo y Valdediós son solo los ejemplos de hasta qué punto el ser humano, el español en concreto, es capaz de hacer daño a sus compatriotas por defender una o dos ideas diferentes. Ningún bando fue el de los buenos. Nadie fue mejor que nadie porque todos asesinaron, y violaron, acosaron, despreciaron y ultrajaron a los del otro lado. La única diferencia es que unos ganaron y otros perdieron.
Han pasado tres cuartos de siglo desde entonces, pero España ha cambiado muy poco. Las imágenes de ayer en Madrid, el agrio enfrentamiento entre laicos y católicos, son un fiel reflejo de un país que sigue odiándose: los gritos, las miradas airadas, los insultos… El odio sigue formando parte de nuestras vidas: de izquierdas o de derechas, del PP o del PSOE, del Madrid o del Barça, ateos o cristianos. Es fácil etiquetar como amigo o enemigo a quienes no conocemos, y actuar en consecuencia. Es un mecanismo simple para mentes simples, y en este país, que lo quieran o no está lleno de gilipollas, es, obviamente, la técnica más utilizada No hay más que darse una vuelta por Twitter en un día señalado (un 18 de julio, un 14 de abril, un 17 de agosto…) para entender de qué pasta está hecha España: La de un país que sigue, por gusto, anclado en un pasado terrible, pero acabado. La de un país cercenado por el odio desde que alguien desgarrara la piel de toro y la pusiera bajo los Pirineos.
Nos queda el consuelo de saber que se trata solo de unos cuantos miles de imbéciles. Sin embargo, como en el 36, se mueven demasiado y hacen demasiado ruido. Así que no les deis un fusil, porque su odio hará el resto.
Siempre son pocos, pero acaban siguiéndolos muchos. Por increible que les parezca a las personas normales, que no terminan de creerse lo que está pasando, ni cuando oyen los tiros que las matan. A mí también me dan miedo mis congeneres agitando y agitando los instintos de la manada de babuinos.
Dan miedo, sí. No siempre me paro a observarlo, pero cuando lo hago es bastante desesperanzador.