Al principio, el golpe seco del hacha no duele. Durante un instante.
Luego, el acero frío, demoledor, atraviesa tu piel y tu músculo. Tus huesos y tu alma. Y entonces sientes el desgarro y luego el vacío. La tristeza certera de saber que ya no está ahí, que no podrás tocarlo. Que lo han extirpado de ti y ya no te acompañará en un paseo ni en el bar, que no estará cerca cuando seas padre, ni tampoco en tu cumpleaños, ni en una fiesta. Que no pisará tu casa ni subirá a tu coche. Que ya no podrás verlo. Que se ha ido.
Y en días como hoy, en algún minuto mientras cenas, lo sientes a tu lado y sonríes. Pero cuando vas a tocarlo se desvanece, recordándote que, por más que quisieras, ya nunca estará ahí. Y coges de nuevo tu copa y tu plato, esperando atento a que, en algún momento, vuelvas a sentirlo. Aunque sea un segundo. Como el hombre que anhela, con vana esperanza, el dolor insoportable de una pierna amputada cuando amenaza lluvia. De un miembro fantasma.