No era el lugar más hermoso del mundo, pero Quinceme fue un pueblo próspero.
Antes era solo casas: ladrillos, apelotonados unos encima de otros. Cemento sin alma. Sin embargo, un día, el joven alcalde despertó con la idea de que podría bastar un golpe de efecto, una señal, para que todo cambiara y Quinceme se convirtiera en el lugar en el que todos sus habitantes soñaban. Así, mandó llamar al viejo pregonero:
– Estéfano: quiero que hagas algo por mí. Has de saber que puede resultarte extraño o poco usual, pero necesito que te comprometas a llevarlo a cabo sin discusión.
– De acuerdo, alcalde -asintió, curioso, el pregonero-. ¿Qué es lo que tengo que hacer?
– Recorrerás cada rincón de la ciudad para anunciar que, a partir hoy, nuestro pueblo se llamará Quinceme de la Esperanza.
– ¿’De la Esperanza’, señor alcalde?
– Sí, Estéfano. A nuestro pueblo le falta eso mismo: la esperanza de que entre todos podemos hacer algo mejor.
Así se hizo, y al poco, aquel sobrenombre obró el milagro. Bastaron unos meses para que Quinceme de la Esperanza se convirtiera en un pueblo nuevo, en aquello que todos sus habitantes querían que fuera cuando llegaron a aquella tierra fértil y hermosa hacía un siglo. Florecieron los negocios y creció la riqueza. Cada día, centenares de visitantes de los pueblos cercanos entraban en sus tiendas y comercios. Cada quincemero sabía que su aportación, por pequeña que fuera, era importante, porque era precisamente así, gracias a la esperanza común, como habían logrado cambiar las cosas.
Quinceme fue un lugar próspero durante mucho tiempo. Un día, los más altos de la ciudad, cansados de andar agachados en el bar o de sentarse en cada ocasión en las últimas filas del cine, decidieron reunirse en asamblea, debatir sus comunes problemas y determinar que lo mejor sería abrir nuevos negocios exclusivos para altos. Así, hubo cine para altos, con una gran pantalla elevada y grandes butacas; supermercados para altos, con enormes estanterías; incluso se construyeron gasolineras para altos, con cómodos surtidores colgantes situados a un metro sobre el suelo.
El éxito de los nuevos establecimientos fue incontestable. Tanto, que los habitantes más bajos de Quinceme, aburridos de usar taburetes y alzadores, decidieron reunirse en asamblea y, mediante consenso, acordaron poner en marcha un fondo de inversión para desarrollar proyectos de negocios exclusivos para bajos. Muy pronto se extendieron los cines para bajos, dotados de enormes graderíos, o las peluquerías para bajos, en las que, para verse en los espejos, no había que subir en brazos a los clientes. Hubo parques recreativos para bajos, en los que no había que ponerse de puntillas para echar una moneda, o tiendas de modo para bajos, en las que los artículos se colocaban, al fin, a ras de suelo.
Los establecimientos para bajos atrajeron a los bajos de toda la comarca, de forma que el fondo de inversión nacido en aquella asamblea fue creciendo cada vez más, propiciando la (sana) envidia de los miopes de Quinceme. Siguiendo el mismo camino que sus conciudadanos altos y bajos, iniciaron la apertura de locales exclusivos: el cine para miopes, con pantallas gigantes en cada asiento; restaurantes para miopes, en los que una carta gigante describía, con letras gigantes, el menú de la semana; o periódicos para miopes (aunque, por su gigante tamaño, nunca lo sacaban de casa).
Muy pronto, cada grupo de afectados por tal o cual defecto o afecto creó su propio establecimiento especializado. Había tiendas para quincemeros con bigotes, estancos para sordos, salones de juegos para calvos… La fiebre empresarial en Quinceme les llevó a desarrollar negocios para bajos con barbas, altos calvos, ciegos rubios e incluso hubo quien abrió una juguetería para miopes con barbas, en la que nunca entró nadie. Hubo tantos locales y tan excluyentes que, poco a poco, la mayoría de los quincemeros se encontraron sin tener un sitio a donde ir.
La vida en Quinceme fue haciéndose poco a poco más aburrida y absurda. Cada nuevo establecimiento abría una nueva brecha entre los que, años antes, habían construido juntos aquella gran ciudad, que volvió a ser solo casas y locales, cemento gris, ladrillos, cristales y aceras sin alma. Aquello que una sola palabra, ‘Esperanza’, había logrado arrancar en la ciudadanía de Quinceme, tornose en decepción y tristeza merced a la atomización y la sinrazón a las que la ciudad había sucumbido.
Así fue como Quinceme volvió a ser Quinceme a secas. No era el lugar más hermoso del mundo, pero pudo llegar a ser un pueblo próspero.