(Escrito, en un arranque, en Facebook)
Hay un cordón invisible, irrompible, que nos une siempre a ellas y nos alimenta el espíritu. Es tan duro e inquebrantable que parece mentira que nadie lo vea, aunque todos sepan que está ahí. Son un resguardo, un seguro de vida, un parapeto que nos protege cuando las cosas se ponen feas. Siempre disponibles. Desde que nacemos somos conscientes de que allí estaremos bien, junto a ellas. Les pedimos, llorando, el alimento o el calor; vamos corriendo a abrazarlas cuando nos caemos, cuando sufrimos el primer desamor, cuando tenemos problemas, cuando vivimos una alegría, cuando estamos tristes… Por más que nos alejemos de ellas el cordón nunca se quiebra, pero cuando estamos cerca… ¡Ay, cuando estamos cerca! Cerca de ellas se hace de acero y nos construye un búnker. Nos sentimos superhéroes: poderosos, invencibles. Seguros.
Hoy hace casi dos meses que no veo a mi madre. Nunca he pasado tanto tiempo sin estar aunque sea un ratito con ella, y aunque sé que el cordón anda por ahí, sujetándonos, no puedo dejar de sentir que esta kriptonita va debilitándome poco a poco. Que necesito una inyección de superpoderes. Verla un rato. Y pensando en eso me acuerdo de dos madres que se han ido en este año infame y a las que sus hijos ya no podrán ver más. Y me duele el alma. Me acuerdo de mi Tere, siempre amable, siempre risueña. Generosa. Luchadora. Y de Mari, mi segunda madre. De su fuerza, de su cachondeo, de su bondad con la gente necesitada. Pocos ejemplos a seguir son mejores que el de nuestras madres. Y el de las madres de los demás. El de todas las madres. Felicidades.